Foto: Penn State



El otro día una amiga me hizo el favor de llevarme en coche a un lugar que ahora no viene al caso. Estuvo conduciendo bastante rato y llovía y mientras conducía iba hablando. Y yo, que tenía la cabeza más allá que aquí por cosas que tampoco vienen al caso, la escuchaba y no la escuchaba pero agradecía su voz bonita. En una de estas idas y venidas oí que decía: “¿Notas cómo se mueve, el puente?”. “¿Cómo?”. “Los puentes han de moverse, si no se romperían. Esto me lo enseñó mi padre: cuanto más flexible es, menos se rompe”. Y, la verdad, yo acababa de aterrizar solo para escuchar la última frase y pensé que me hablaba de una metáfora, aunque, ahora que lo pienso, mi amiga, de metáforas, pocas.

El caso es que me apunté aquella frase de su padre: “Cuanto más flexible es, menos se rompe”. Pensé que era un buen consejo para ir por la vida; al fin y al cabo, dicen que ser inteligente significa saber adaptarse a las situaciones.

“Para mañana necesitaré una lista de Spotify que sea animada, que me dé buen rollo antes del examen”. Ésta era mi hermana, que se presentaba al MIR el pasado sábado y yo le dije: “¡Tranquila! ¡La tengo!” Resulta que uno de mis propósitos de año nuevo fue dejar de escuchar música tan megadeprimente. Así que me hice una lista de Spotify con canciones alegres porque no vaya a ser que vengan de aquí todos los problemas de las personas, los colores con que miras la vida. Tenía aquella lista hecha y por estrenar porque en todo lo que llevamos de año, todavía no me había apetecido escucharla. Por fin le daría salida. Y se la envié a mi hermana, que, al día siguiente mientras íbamos camino de la facultad donde tenía que hacer el examen, me dijo: “Por cierto, qué depresión con tu lista animada, estás fatal”. Ah. Vaya. Pues no has escuchado la lista normal.

La dejé allí, nerviosa y con todo el peso de la prueba final y definitiva después de seis años de carrera y nueve meses de doce horas de estudio al día, seis días a la semana. Ha visto pasar por aquella ventana de un entresuelo del barrio del Guinardó todo el verano, junio, julio, agosto, el once de septiembre, el uno de octubre, la huelga general, el encarcelamiento de los Jordis, el exilio del presidente y de medio gobierno, el encarcelamiento del otro medio, la Navidad, todo enero y, por fin, había llegado el día. Aquel peso que llevaba ella sobre la cabeza casi lo pude sentir yo misma al llegar a las puertas de la facultad de Economía de la Universidad de Barcelona. Tuvimos una conversación extraña antes de que entrara. Yo le dije: “No tienes que preocuparte, sabes más de lo que crees”. Ella contestó: “Sí, ya lo sé, el subconsciente es mucho más potente que la parte que controlamos del cerebro, en momentos de estrés, tenemos que dar el control al subconsciente, allí está todo”. Pensé está preparada, no hay duda y me fui en bus a casa con la promesa de que cinco horas más tarde volvería a recogerla e iríamos a celebrar su nueva libertad.

Escuché durante el bus de vuelta aquella lista que mi hermana encontraba poco animada para su gusto y todo tomó un carácter como de filtro veraniego de Instagram. Hace unos años había querido escribir guiones de pelis que me gustaría mirar y al final desistí porque cuanto más flexible eres menos te rompes, supongo. Pero en determinadas situaciones, la realidad se me desdobla dentro la cabeza y se me desencadenan una serie de acontecimientos demasiado divertidos, demasiado bonitos para nuestros días de cada día, tan convencionales e insípidos. Dentro de mi cabeza, yo le decía a la chica que se había sentado a mi lado que me recordaba a alguien a quien quería, y luego me levantaba e iba bailando como baila Joaquín Reyes cuando hace de señor mayor hacia aquel chico de ojos claros y gafas que parecía el protagonista de una peli finalista del Sundance. Yo sería nueva en la ciudad y no conocería a nadie y aquel chico y aquella chica podrían haber sido mis nuevos mejores amigos. Pero ahora bajaría del bus y no nos volveríamos a ver nunca más y cada uno seguiría con sus vidas normales, convencionales, insípidas.

Cuando se hizo de noche deshice el camino en bus y fui a esperar mi hermana a la salida del examen. Allí había cientos de personas, amigos de los jóvenes médicos con bolsas cargadas de latas de cerveza, pancartas que decían “da igual la nota, vámonos de fiesta” o “bienvenida de nuevo a la vida”; madres y padres y hermanos pequeños orgullosos del nuevo médico de la familia que los esperaban con ramos de flores (no logro entender cómo pueden pensar que a su hijo de veintipocos años lo que más ilusión les pueda hacer tras cinco horas del examen más brutal del país es un ramo de rosas adornado con hierba seca que se morirá de cuatro a cinco días más tarde), o con pasteles hechos en casa –regalo que tampoco entiendo. Y otras familias enteras con globos en forma de corazón o de estrella, para que los localizaran, que, por otra parte, no habían calculado que de globos con forma de corazón o de estrella habría unos treinta o treinta y cinco más.

Cada vez que salía alguien de hacer el examen todos gritaban y aplaudían. Había una emoción en el ambiente que me cogió por sorpresa y tuve tiempo mientras esperaba de pensar que menos mal que había vuelto, que esto era algo muy gordo, que aquellos jóvenes se habían vaciado allí dentro y mañana salvarán vidas o harán lo que puedan, que al final de eso se trata, de que haya tanta gente como sea posible que haga lo que buenamente pueda. Por fin salió Núria, la vi a pesar de la noche y a pesar de la barbaridad de gente que tenía delante y grité su nombre sin pensar porque yo solo sé gritar intoxicada de adrenalina. Cuando nos pudimos abrazar entre la multitud se me puso a llorar como quien vuelve a casa de una guerra. “No he sido la mejor versión de mí, no sé si voy a sacar nota suficiente para hacer lo que quiero hacer ni dónde lo quiero hacer. No sé si he demostrado todo lo que sabía”. Estaba, mi querida hermana, doblada de incertidumbre y de miedo y de cansancio. “Va, no pienses eso ahora, has hecho lo que tenías que hacer”. De camino al barrio, de nuevo en el bus, quiso escuchar una canción de la lista, una canción que llevamos años escuchando las dos y que hace aún más años bailábamos mal por los bares del pueblo. Habíamos incluso versionado la letra para que nos hiciera más gracia.

Ella seguía llorando. “Estoy bien, eh. Lloro porque ya ha pasado y no me lo creo y ahora es todo como si estuviera en una realidad paralela, en una especie de sueño, como si fuera una peli, ¿sabes? Y esta canción nos hiciera de banda sonora”. Por supuesto que lo sabía. “¿Y si no puedo hacer lo que quiero?” ¿Y quién puede hacer lo que quiere, en la vida? Ser inteligente significa saber adaptarse a las circunstancias, no sacar la mejor nota. Y yo, pequeña, quiero que te dobles hasta clavarte las costillas, porque eso querrá decir que no te me romperás nunca.

Comentaris

  1. Icona del comentari de: Hebrea a febrer 23, 2018 | 18:20
    Hebrea febrer 23, 2018 | 18:20
    Que suerte tiene tu hermana!!!!!.

Nou comentari

Comparteix

Icona de pantalla completa