L’actriu Sílvia Bel llegeix Compostura, de Mariana Font.


En el colmo de la noche está el cuerpo del ausente, su voz como un canto de sirena, el abismo, la caída libre hacia arriba. En el colmo de la noche está el amor por todo y todos, desbocado, un puño que aprieta una hoja seca y la deshace, y restriega el polvo clavándose las uñas en la palma. Abro la ventana y me aterra el aire húmedo de la noche libre porque ahí afuera están el tacto y la temperatura. Si me asomo demasiado yo sé que puede venir una ráfaga, pero esa sabiduría no me salva. Cada ráfaga es distinta ¿por qué mierda iba a salvarme? Ah, es buena la palabra, ráfaga: vendaval y metralla –es decir, tacto, conmoción, una bacanal de pezones, lengua y aliento, mi epidermis del revés, expuesta a los elementos, toda yo una sábana flameando al viento a la hora en que la luz no hiere.


Pero hay cosas compañero que ninguno las comprende, uno a veces se defiende del dolor para vivir…

Hasta que trastabillo. No es un andar arduo ni desesperado, es una atracción de feria de esas en las que había que jugar a mantener el equilibrio mientras la cosa se zarandeaba cada vez con más fuerza y una se reía cada vez menos civilizadamente.

Han pasado las horas y vuelvo magullada y lila. Vuelvo lacerada, dolorida, llena de moretones. Abrí la ventana. Fue solo un momento. Abrí y me asomé pero por Dios que no fue con el desparpajo que supe conocer y se me quitó, no sé si a fuerza de hostias o de amor. Me asomé sin exaltación pero igual me volé, a pesar de mí. Una vez en el torbellino ¿para qué oponer resistencia? En el ojo del huracán hay calma pero como te agarre la centrífuga ya no hay nada que hacer (la metáfora es manida). You won’t know what hit you dicen los gringos (para las hostias y para el amor). Flop, flop. Un flop y ya no sabrás qué carajos fue eso ni adonde te lleva ni si tenés nombre, ni nada. Flos, flos, flos, toda la noche estuve dando tumbos de un objeto a otro. Me di contra las ramas de un árbol, reboté contra un alambrado, fui arrastrada prado a través y después me elevé por la cintura hacia arriba, tronco, brazos y cabeza sacudiéndose a un lado y piernas al otro, como frenéticas alas de un murciélago (negro, nocturno, invertido). Flop, flop ¿qué es esta fuerza que me hace restallar entera, como un cinturón usado para azotar? Vi la ventana abierta y fue ver la mano del padre en la hebilla, el gesto crispado, el punto de no retorno, el momento del pavor, un detener todos un momento el aliento, llevarse la mano a la boca, cerrar los ojos. El instante en que se para el mundo antes de que se rompa para siempre. El instante del dedo en el gatillo y la respiración cortada, suspendida, el momento en el que un niño se baja de la vereda detrás de la pelota cuando viene un auto, el segundo en que la madre le deja ir la mano y se lleva la otra a la boca y detiene el aliento como si con el aire pudiera detener el tiempo, detener el coche, detener la rueda que gira ajena a la cámara lenta en la que ahora transcurre todo, una vez y otra y otra, en el momento revivido hasta el cansancio por la culpa y el dolor y la impotencia de la madre que vio al hijo atropellado y no hizo nada, no hizo nada, no hizo nada.

No pudo hacer nada.

No estaba en tu mano salvarlo, la consuela el marido y ella se convierte en la cavidad donde antes estuvieron sus globos oculares, que se evaporaron de tan secos, y no llora sino que calla, balanceando imperceptiblemente la cabeza hacia adelante y hacia atrás, la cabeza donde repiquetea la imagen de una mano que se suelta.

Un murciélago negro, Medea invertida, Fedra, Aérope, Clitemnestra.

Su amiga le pone la mano en el hombro y la mujer se la sacude: Ana, le dice, ¿no entendés que le solté la mano? No-fue-tu-culpa pronuncia la amiga cuyo nombre es compasión, le agarra la cara y lo deletrea ante el sitio donde antes hubo ojos −el dolor de Edipo, un amasijo de tragedias griegas. Le solté la mano porque estaba pensando en otras manos.

Cesa por fin la procesión de deudos y llega la ansiada hora de la soledad. Con parsimonia, la mujer enciende el fuego en la estufa de hierro colado, espera a que la llama arda segura y acerca a ella las manos, las hunde, las calcina, anestesiada por el dolor profundo, el dolor de antes, el dolor del hijo ausente y de la mano que lo soltó.

El marido huele la chamusquina mucho antes de encontrar a la esposa en el sofá, inconsciente y mutilada, y no se explica lo sucedido, no lo entiende, es físicamente imposible que soportara el dolor sin retirar las manos.


[Pero esto no es más que la prefiguración del arrepentimiento, la representación del miedo, el engendro de la compostura]

Anna Quintana

Anna Quintana

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